La agenda (perdida) anticorrupción
Más allá de disputa política que se acentúa en años electorales, en estos momentos con un gobierno buscando ratificar su rumbo
y una oposición ante el desafío de consensuar un programa alternativo, lo cierto es que todos coinciden en que la corrupción es un problema muy serio, aquí y en todo el ambiente latinoamericano.
A pesar de la demanda ciudadana, ningún sector político plantea una agenda anticorrupción sostenido en reformas estructurales. En ese marco, la cuestión se limita a la judicialización de la política, en una suerte de guerra de denuncias de suma cero.
La judicialización de la política es un reflejo de la inmadurez de la clase política. Parecería que todo conflicto político requiere del round judicial. Y la ausencia de esta intervención judicial implicaría, a los ojos mal acostumbrados a esa visión, que la pretendida solución política es en realidad un acuerdo espurio, incomprensible y de espaldas a la ciudadanía. Lo paradójico es que la participación del poder judicial implica la negación del juego político. Las decisiones judiciales están atadas a las constancias del expediente sobre el cual versan y su resultado es parecido al que arroja un sistema binario y de partida simple.
A ello se le suma un nuevo ingrediente actual. En la mayoría de los casos, la judicialización de conflictos políticos no requiere el tránsito de todas las etapas procesales hasta llegar a la sentencia, basta con la simple denuncia o con el dictado de medidas cautelares, que en su versión más cruda implican el encarcelamiento sin juicio. Aun cuando se logre una sentencia definitiva en la que una parte gana y la otra pierde, no se resuelve el conflicto político. Ello ocurre porque en política nunca se obtiene todo, ni siquiera en las elecciones en nuestro sistema presidencialista.
Concentrados en ganar esa guerra de denuncias, ningún sector viene planteando un programa de reformas estructurales, el que sin dudas contaría con apoyo mayoritario. Es cierto que el gobierno nacional ha impulsado algunas reformas legislativas que han contado con el apoyo de algunos sectores de la oposición. Sin embargo, el marco institucional para la vigencia de esas iniciativas es el mismo que sostiene el actual estado de cosas.
Una agenda de reformas estructurales debiera contemplar, al menos, cinco ejes fundamentales.
En primer lugar, debe replantearse el rol institucional de la Oficina Anticorrupción. Pensado como una instancia de control interno del poder ejecutivo, jamás podría ser efectiva si su integración depende del mismo gobierno al que debe controlar. El control por pares suele terminar en un mecanismo de autorregulación que atenta contra la efectividad de los mismos controles. Es fundamental avanzar hacia un mecanismo autónomo, con estabilidad funcional y que además abarque los tres poderes del Estado y los gobiernos provinciales y locales.
En segundo lugar, es necesario repensar el control de los intereses en conflicto. Existen regulaciones formalmente rígidas pero fácilmente eludibles. Un camino es el establecimiento de resguardos procedimentales que integren autoridades externas a la estructura de la cual depende el funcionario afectado. El gobierno nacional avanzó en ese sentido con algunos procesos.
En tercer lugar, existen tantos regímenes de obra pública y contrataciones como unidades contratantes, quienes frecuentemente definen en pliegos específicos los criterios de selección, permitiendo en los hechos eludir los procesos de licitación verdaderamente competitivos. En este sentido, un camino posible es la armonización de los procesos licitatorios, asegurando los principios de publicidad, transparencia y concurrencia.
En cuarto lugar, el poder judicial carece de las herramientas analíticas adecuadas para abordar causas complejas. No hay suficientes recursos asignados para las tareas periciales o de investigación. El camino inexorable es el fortalecimiento del Ministerio Público.
Por último, carecemos de un régimen lobbying que permita transparentar la actividad de los gestores en el seno de los tres poderes del Estado.
Existen otros aspectos que podrían integrar una política anticorrupción, y desde ya que todos tienen sus propias problemáticas. Lo que está faltando es la voluntad de dar ese debate, el que, me atrevo a decir, es ciertamente urgente si se quiere evitar una nueva crisis profunda de representación.