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Las Sociedades Unipersonales y el Mito de la Fiscalización

Jun 4, 2017 | Publicado por Sebastián Kaufman | Derecho Societario |

R.Luchinsky1

Por Rodrigo Luchinsky.

En el mes noviembre de 2016 se promulgó una ley modificatoria de la Ley General de Sociedades N° 19.550, de algún modo corrigiendo ciertos aspectos de la regulación de las sociedades unipersonales que finalmente introdujo el nuevo Código Civil y Comercial.

La ley N° 27.290 permite ahora que las sociedades anónimas unipersonales tengan menos de tres miembros en sus órganos de administración y fiscalización.

La ley N° 27.290, una ley casi correctiva, es indicativa de una política legislativa orientada en un sentido que no parece cambiar. Completa el sistema de la sociedad unipersonal que estableció el nuevo Código Civil y Comercial argentino. En el régimen actual se admiten las sociedades de un solo socio bajo la forma de la sociedad anónima aunque con ciertas características distintivas.

Se impone una identificación específica de su composición unimembre (“sociedad anónima unipersonal” o su abreviatura), se prohíbe la conformación de otras sociedades unipersonales, se requiere la integración total de los aportes en el acto constitutivo o en el acto de la decisión de aumentar el capital, no se permite la prescindencia de la sindicatura y se establece el mecanismo de fiscalización intensivo propio de las sociedades que genéricamente podríamos denominar “abiertas”.

El debate sobre las sociedades de un solo socio ha sido largo -más de un siglo – aunque en cierto sentido meramente dogmático y por lo tanto estéril porque al menos la realidad empresarial argentina de las últimas décadas muestra que las sociedades unipersonales existían mucho antes de su reconocimiento legal y, peor aún, podría decirse que sobrevivirán al margen del nuevo marco normativo.

Surge el interrogante acerca de los mecanismos legales de fiscalización para una figura societaria que naturalmente carece de los resortes de control intrasocietarios propios de las sociedades plurimembres. En el contexto societario real, actual, los dispositivos legales de fiscalización, tanto privados como por parte del Estado, carecen de la relevancia que declaran los textos legales, aunque por motivos bien distintos que desarrollamos seguidamente.

El mundo societario argentino carece de la complejidad propia de los sistemas de accionariado atomizado, con separación entre la propiedad y el control y con estructuras de relacionamiento intrasocietario no necesariamente vinculadas a lo societario. Si combinamos la reducida cantidad de socios que suman a su vez el rol de administradores en órganos integrados por una reducida cantidad de miembros, la ausencia de estructuras orgánicas de fiscalización y la presencia de vínculos de familia, prácticamente podríamos afirmar que las sociedades realmente unipersonales están lejos de ser una irregularidad o una anomalía.

El problema radica en que la ley ha sido postulada para otra realidad, con sociedades con múltiples socios, atomizados y activos, órganos que responden al interés social como regla y minorías con peso e incentivos para ejercer algún tipo de control. Para Anaya, ese diseño respondió una visión “jacobina” de la materia societaria. En parte, eso se debe a la ausencia de investigaciones en derecho sobre las prácticas concretas, privilegiando la visión dogmática que domina las agendas de investigación de muchos centros universitarios.

Veamos algunos ejemplos de esa distancia entre la realidad y los institutos del derecho societario. La concentración del accionariado tiene como consecuencia directa la influencia absoluta del accionista controlante en el directorio, salvo que exista una autolimitación de éste, algo evidentemente irracional.

Las reglas diseñadas para compensar una eventual situación de dominio de los votos por parte de un accionista, simplemente no funcionan cuando no se trata de dominio, sino directamente de hegemonía. No existe, salvo para las empresas cotizadas, una imposición legal que exija por ejemplo una determinada participación de directores independientes o que algún accionista esté sobrerrepresentado, como ocurre en los contados casos en los que se prevé la elección de directores por clases de acciones.

La influencia dominante del accionista controlante en el directorio es consecuencia lógica de los mecanismos de elección de su composición y sus miembros. La ley dispone para las sociedades anónimas que los directores sean elegidos por los socios en la asamblea ordinaria de accionistas, cuyas resoluciones se adoptan por mayoría absoluta de los votos presentes, salvo cuando el estatuto exija mayor número.

Un dispositivo pensado para dar algún tipo de representación a las minorías es la posibilidad de integración de hasta un tercio de los directores por voto acumulativo. Es una norma de orden público, inderogable por lo tanto por las partes. La utilización exitosa de esta herramienta depende del peso relativo del accionista minoritario y del tamaño del directorio. En la forma en la que está distribuido el poder societario, sin embargo es prácticamente imposible encontrar una minoría con entidad suficiente como para ejercer exitosamente este derecho.

La hiperconcentración que caracteriza a las sociedades argentinas también implica el fracaso de los mecanismos de atribución de poder a las minorías accionarias. El estatuto puede disponer la elección de uno o más directores por clases de acciones, reglamentando la forma de su designación. También puede disponer la elección por parte del consejo de vigilancia, un cuerpo con facultades de fiscalización optativo integrado por accionistas. Sin embargo, tenemos nuevamente que la modificación del estatuto, salvo por un mayor umbral en cuanto al quórum, sigue quedando en manos de quien ostente la mayoría de los votos. Es decir, quien domina la asamblea también decide qué método de fiscalización regirá.

En los pocos casos en que existe un órgano de fiscalización, el propio diseño normativo en el contexto societario real, predice su fracaso como mecanismo de monitoreo. El gen de su inutilidad radica en que sus integrantes son elegidos por el mismo mecanismo por el cual se designa a los directores, cuestión que se combina con el hecho de la concentración extrema del accionariado en la realidad societaria.

La única particularidad es que para su elección se sigue el principio de una acción por voto, pero en el ámbito argentino ello no implica un cambio serio en el balance de fuerzas, dado que las desviaciones de la paridad entre derechos políticos y patrimoniales no son usuales como en otros mercados. Esto significa que el control se ejerce por la simple reunión de las acciones que permiten, una por una, el ejercicio de los derechos políticos. Son muy poco frecuentes los esquemas de control a través de acciones de voto múltiple o privilegiadas.

Los problemas alrededor del órgano de fiscalización evidencian la necesidad de proponer una identidad más clara al sistema societario argentino en cuanto al control de la administración. Con accionariado concentrado y sin mecanismos de fiscalización efectivos, el único resguardo posible termina siendo la tutela estatal. Aun en el mejor de los mundos, la fiscalización estatal no brinda una protección adecuada como para permitir las inversiones de capital en proporciones que no permitan el ejercicio del control, justamente porque en ausencia de herramientas de monitoreo que operen como detrimento para la extracción de beneficios desproporcionados, la única manera de estar completamente a salvo es ejerciendo la posición hegemónica.

Las sociedades anónimas unipersonales están sometidas a un mecanismo de control estatal más intensivo que el resto de las sociedades, es decir aquellas que resulten formalmente plurimembres. Esto de por sí anticipa que, casi con seguridad, serán muy pocas las sociedades que accedan al sinceramiento societario al que fueron invitadas por la nueva ley.

Ahora bien, la pregunta que sigue es qué significa concretamente ese seguimiento intensivo, denominado “fiscalización estatal permanente”. En esencia, no es más que una mayor carga en términos de deberes informativos.

La función de fiscalización estatal propiamente dicha, incluso la de naturaleza “permanente” para las sociedades abiertas, no implica mucho más que el control formal de ciertos actos inscriptos en esa lógica notarial. En gran medida, la limitación tiene que ver con una cuestión de magnitud en el objeto de control. Es que, a diferencia de otras autoridades regulatorias (pensemos en los reguladores financieros) las autoridades societarias tienen un universo infinitamente mayor. Quizás sea propicio un cambio en el abordaje, por un enfoque basado en riesgos al estilo de lo que se viene experimentando en materia de prevención del lavado de dinero.

Podemos derivar dos conclusiones. En primer lugar, el estado de cosas, sumado a la combinación de varios elementos legales e idiosincráticos, alertan sobre la fragilidad de la posición de los socios no controlantes, así como también de los terceros frente a quienes los administradores responden jurídicamente.

A esto debe agregarse que el principal conflicto de interés del sistema societario argentino no está adecuadamente abordado por los dispositivos normativos de fiscalización. Si el órgano previsto para esta función, en los contados casos en que no se haya decidido su prescindencia porque existe un óbice legal, está integrado por funcionarios elegidos por el accionista controlante, evidentemente resulta difícil hablar seriamente de un mecanismo de control adecuado. Además, la minoría difícilmente podrá contar con representación en el órgano de administración porque no existen mecanismos de representación proporcional y porque el extremo nivel de concentración ni siquiera permite la utilización extensiva de mecanismos previstos para esos fines como el voto acumulativo o la elección por clases de acciones.

En segundo lugar, aun en las sociedades unipersonales en las que no existen socios no controlantes por definición, la función de fiscalización privada sufre del mismo problema de origen. Claro que en ese caso no existe el conflicto de interés dominante cuando existen socios minoritarios, pero la fiscalización orgánica igualmente se impone en forma obligatoria.

Ante ese panorama, un camino por transitar es el pendiente replanteo de los mecanismos de control interno que asuman la realidad de un accionariado hiperconcentrado. Existen varias alternativas posibles, desde la representación proporcional en los órganos hasta modelos como el alemán de la ley de codeterminación de 1976. Para las sociedades unipersonales la solución no es tan sencilla porque no existe una oposición posible, y la fiscalización estatal no podría suplir la tarea de control con efectividad.

Finalmente, un camino ineludible es contar con sistemas de acceso a la información societaria verdaderamente públicos, de base nacional a partir de la habilitación legal que significa el nunca logrado Registro Nacional de Sociedades, de modo tal de poder contar con un Registro Público de fácil acceso para facilitar el tráfico comercial y la seguridad en las transacciones.

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